En tres retazos

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Adios, Madrid

20081209

La uve pequeña de Starsky y Hutch

Suerte ésta de la memoria. Selectiva, claro. Qué remedio. Cada cual con su cruz y el sonrojo en casa de todos. Tres años, 1995, 2001 y 2008 se me cruzan como una ráfaga en la conciencia al escuchar la historia del chico de 23 letras que se acaban de cepillar en Grecia, Alexandros Grigoropoulos.



El director del Máster de la Universidad Complutense de Madrid, un cruce entre dandy británico y comunista italiano llamado Alejandro Pizarroso, explica en sus clases que la democracia, como cualquier sistema político, se encauza a través de la gran P de la Persuasión. Es decir, el conjunto de sistemas y valores que hacen posible organizar la “p” pequeña y la “v” pequeña. Esto es, la propaganda y la violencia.

Desde ese punto de vista, cualquier sistema político se organiza a través de una propaganda institucional, que utiliza para autopropugnarse como en el mejor de los posibles de organización de la convivencia. A su vez, encomienda el uso legítimo de la violencia a un sistema policial y/o militar encargado de entrar en acción cuando la “p” pequeña no sirve para acomodar la gran P al conjunto de corrientes y contracorrientes que conforman una sociedad.

Ignoro si la contracorriente que está generando en Grecia el fin de la fiesta especulativa, inmobiliaria y financiera es lo suficientemente fuerte como para poner a prueba la resistencia del triángulo del poder. Pero sí sé que el ejercicio legítimo de la violencia a cargo del Estado no es siempre como nos la cuentan.

El mismo escalofrío que me recorre la espalda al conocer la muerte de Grigoropoulos me sacudió en julio de 2001 cuando un muchacho, cuyo único mal conocido era hacer frente a la gran “P” de la cumbre del G-8, falleció bajo las ruedas de los carabinieri. Estos últimos tenían miedo, pero Carlo Giuliani, a diferencia de los policías italianos, y de los griegos, ya no puede contar su versión de la historia. Saberse cómplice uniformado de un asesinato de Estado no debe ser agradable. Pero saberse muerto, a fuer de no tener señoría a quien narrarle la historia, debe serlo mucho menos.

La historia de la “v” pequeña no es como nos la cuentan. Hace 13 años me vi enredado en una buena tunda en las céntricas, tramposas y conservadoras calles del centro de Madrid. Se lo cuento. Pecadillos de juventud, pero pagaría por volver a incidir en ellos.

El motivo de la manifestación no era precisamente legal: se buscaba defender la continuidad de una casa okupa (qué ocurrente hablar de eso ahora, justo ahora, que la vivienda ha pegado un petardazo). Las intenciones de quienes acudían a ella, si me apuran, tampoco: no faltó la instrucción de que acudiéramos cargados con pilas en los bolsillos. Quien suscribe, y quienes le acompañaron, no llegamos a tanto.

Si ilegal era el motivo y la intención, no menos ilegítima era la brutalidad de la respuesta que nos esperaba uniformada. Aquello parecía un pueblecito castellano de los de tres vacas por habitante, sólo que en su versión de número de agentes por jovenzuelo. La dispersión fue más rápida que la entrada de los marines meid-in-iu-es-ei en Bagdad. Así que, greñúos y apaleados, no nos quedó otra que pasear por las calles matritenses.

Pero ellos, los que luego figuran como heridos en los recuentos oficiales de los encontronazos, no tenían bastante. Nos persiguieron por la derecha y por la izquierda, con radar y con olfato de perro de presa. Tratando de zafarnos de una represión kafkiana, vimos pasar a nuestras espaldas, calle perpendicular, siete y media de la tarde, frío de noviembre, a una de aquellas “lecheras” pánico de antisistemas y demás aprendices de brujería izquierdista.

Pasó de largo… segundos después, daba marcha atrás y enfilaba por nuestra calle. Nosotros, jóvenes e indocumentados pero con bastantes menos lumbreras que las de García Márquez, optamos por aquello tan castizo de “to er mundo é güeno”, y nos dio por acudir al socorro del vecindario. Se lo dejamos en bandeja. A huevo. Mejor imposible, con el permiso de Jack Nicholson. Se hicieron llegar hasta el portal por el que nos habíamos colado, señora ábranos por favor. “¿Por qué?”. Porque nos sigue la poli. Joder con la respuesta. “Pepe, echa la cadena, y llama a la policía”.

Ellos, los agentes, nos hicieron pasillo en la escalera, en el rellano y en cuantos puntos quisieron de camino a la calle. Pim. Pam. Ostia en la cara. Bollo en la espalda. Brecha en la cabeza. No pidieron los carnets. No nos llevaron detenidos. Sólo nos golpearon. Y no salió en la prensa. No hubo versión oficial. Tampoco contraoficial.

Que ahora la universidad, el partido comunista griego y la juventud mileurista, precaria y cabreada ponga en jaque a la “v” pequeña de la gran “P” no me parece del todo desacertado. Quizá no tienen razón. Pero es para mosquearse. Y para dar, de una vez, la otra versión. La de los palos gratuitos y los mitos de Starsky y Hutch.

Con mis respetos a las fuerzas y cuerpos de seguridad, constituidas, en su inmensísima mayoría, por profesionales que se dejan la piel día a día por garantizar los derechos y deberes reconocidos y exigidos en la Constitución Española de 1978.

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