En tres retazos

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20091103

El arcaísmo parlamentario

Confidencialba: la Columna del Editor


No seré yo quien niegue al parlamentarismo sus virtudes. Demasiada sangre derramada, demasiado alzamiento levantisco, demasiados caprichos de botarates visionarios, como para echar ahora por tierra el sistema menos imperfecto de gobierno de cuantos ha experimentado esta humanidad siempre a la deriva. Ahora bien, la asistencia a un Pleno como el del Ayuntamiento del jueves pasado, con todo lo agitado, intenso y hasta simpático que resultó, deja siempre un sinsabor amargo en la recámara de la convicción democrática: ¿sirve para algo? En el fondo, ¿sirve para algo?



Si hablamos desde el estricto punto de vista de la técnica política, todas las intervenciones, turnos de palabra, chascarrillos, puyazos, recados, réplicas, dúplicas y moderaciones resultan del todo irrelevantes. Si lo que nos preocupa es la gestión de la cosa pública, de los intereses de la ciudadanía y de los bienes y servicios municipales, la única medida real del debate en sede legislativa es el sentido del voto, muchas veces conocido o al menos previsible con la sola lectura del punto correspondiente del orden del día.

El origen del parlamentarismo se halla en la exigencia planteada antaño por movimientos políticos antisistema (antidespóticos, antiabsolutistas), hoy obligación impuesta a sí misma por la clase política, para transmitir con luz y taquígrafos las razones de sus posicionamientos ante todo lo legislable; surge también de la saludable necesidad de ejercer la fiscalización de cualquier gobierno, para evitar derivas autoritarias. Pero tal como está configurado hoy, desde el Senado hasta cualquier Ayuntamiento pasando por las Cortes regionales, la concurrencia a estos eventos la forma la propia casta política, la periodística, una representación de la asociativa y, salvo raras y honrosas excepciones, pare usted de contar.

A su vez, el contenido de las mociones, cuando no el texto completo de las mismas, ha sido suficientemente aireado con antelación. Máxime si las propone la oposición, que obtiene así dos impactos en prensa por el precio de uno. Precio que no es tal, pues el breve y escaso terremoto político que puede procurar es el mínimo anzuelo que una prensa local y provincial de calidad desea echar al macuto de los hechos noticiables.

Cabe entonces la duda razonable de que, más allá de sus esencias y orígenes, el parlamentarismo sea hoy una parte del show business, debidamente aderezado con el revestimiento de la seriedad institucional. O quizá no tanta seriedad –que sus señorías se gastan una ironía fina y una sátira burda de padre y muy señor mío–, pero al menos sí institucional. Se acepta la transaccional. Pero entonces, y aplicado el punto de vista de la técnica informativa, el procedimiento oficial sobra al 90%. No hay cronista en su sano juicio que considere pertinente, y eficaz, levantar acta de cuanto acontece en un Pleno municipal, regional o del Congreso.

Todo queda en un bluff mediático: las ráfagas más intensas para la tele, las más interpretables para la radio, y las más brillantes para la prensa escrita, ya se trate de notas de agencia, ya de labor propia de redactor, tanto en el papel condenado a la extinción, como en las ediciones digitales tan incomprendidas en su funcionamiento y estructura por las redacciones tradicionales. Los periodistas que cubren estos eventos descansan, y hacen bien, la mayor parte del tiempo, pendientes de que no se les escape una en las mociones que, en jerga, vienen cargadas de “chicha informativa”.

Además, a estos periodistas, por lo general primeros o segundos espadas de sus medios, gente curtida en mil desengaños como profesionales y en diez mil como ciudadanos, lo que realmente les/nos “pone” es el cotilleo fuera de asiento, allí donde el ustedeo y la descalificación desde la silla oficial se torna en tuteo y compadreo inter pares et functus officio; es decir, donde es factible e incluso habitual la sonrisa, la relajación y el intercambio de información –de la buena, de la que no se puede contar con alegría–. Por tanto, el Pleno en sí mismo es, a estos efectos, un ropaje dorado y decente para unas verdades desnudas y agrias que se narran fuera del auditorio.

Más allá de la mirada de periodista empotrado en este apartado del show business, la conciencia crítica y ciudadana que no quiere engañarse a sí misma sabe que a la postre nadie ha fiscalizado a nadie, que las posturas están tomadas de antemano, y que ninguna oposición torcerá la voluntad de ningún Gobierno, ni Ejecutivo alguno hará cambiar el parecer de sus adversarios. Desde luego, no en Cámara legislativa.

Así que con dolor, pero con tozudo realismo, se alcanza a comprender que el parlamentarismo de hoy tiene más de reliquia que de construcción armónica de un espacio democrático. Con aroma tan vetusto como digno de ágora posible y necesaria, pero recorrido por venas que golpean arcaísmo en lugar de sangre política, y espectáculos de corte y confección periodística en lugar de intercambio de ideas que merezcan el sobrenombre artificioso de debate parlamentario. Se antoja urgente modificar los escenarios de la política. Hacerlos abiertos, transparentes, cercanos y, sobre todo, interesantes para una población a la que cada cuatro años se le exige depositar su confianza en una urna.

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