En tres retazos

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20080617

Pan y dignidad

Yo diría que nos hemos vuelto tarumbas. Una vez más. Allá cada cual, que es mayorcito y sabe lo que se hace, pero la psicosis colectiva en las gasolineras, alimentada además por la mala leche de la especulación con el petrodólar, es de juzgado de guardia. Ya nos vale, camaradas. Estamos dejando el sentido común, y juro que no pretendo hacer una rima fácil, a la altura del betún.



Hablando de sustancias que arden, mi menda prefiere encenderse por el jetamen que le echan los ministros de Trabajo europeos. O quienes les mandan, que son quienes les ponen la pasta vía comisiones y luego se rajan en brazos de papá Estado cuando las vacas flaquean un pelín (basta con que bajen del 30% de incremento del beneficio anual para que se echen a temblar, animalicos).

Visto que la vieja Europa no tiene ni la más mínima idea sobre cómo competir vía I+D+i, se han decidido a legitimar la vieja práctica de las horas extraordinarias. Leña al mono. Estudian si se amplía o no a 65 horas semanales el máximo de jornada laboral. Y en esta España de berzotas podemos darnos, ¡¡por una vez!!, con un canto en los dientes. Damas y caballeros, encabezamos la oposición a semejante dislate de la legislación laboral. Eso sí, también somos líderes en sudores no reconocidos, con lo cual no sé yo qué es mejor.

Ése es el debate: que se ponga luz y taquígrafos sobre una costumbre que es moneda de cambio habitual, o que se impida a toda costa dar carta de naturaleza a algo que per se es una perversión de las normas de juego que estableció el socialismo democrático para el Welfare State. Ni les cuento cómo le afecta esto al gremio informativo. Y al de los taxistas. Y al de los hosteleros. Y al del comercio. En fin, a cuál no en la España de colmillo retorcido y productividad a base de agachar el lomo.

Me parece digno de consideración, loable incluso, que cierto sector de la política se plantee barnizar de seguridad jurídica las dos situaciones por antonomasia de las horas extraordinarias, a saber: uno, la sobreexplotación en una o varias empresas, sin remuneración o con pagos en especies; dos, la disposición a título particular de más tareas, bien por capacidad profesional (caso de tantos leguleyos, escritores y demás semiburguesía liberal), bien por necesidad puramente fiduciaria (caso de los mileuristas, ochocientoseuristas o seiscientoseuristas, victoria española por goleada). Ahora bien, esa dotación de garantía jurídica no puede esconder, precisamente, las múltiples perversiones que se han tenido que dar la mano para llegar a esta situación límite: escaso margen de autocorrección del mercado, que además en el terreno laboral no goza precisamente de la misma libertad que en el financiero o el comercial (véase las limitaciones nacional-retrógradas a la mano de obra inmigrante); abuso de los incrementos en los márgenes de beneficios por vía de la contención salarial a perpetuidad; escasa adaptación de las estructuras productivas a soluciones de futuro; e incapacidad por parte de las instituciones continentales para recuperar las esencias de la Europa surgida del pacto social.

Hemos llegado al siglo XXI y sólo nos ha servido para que, de dicho pacto, no queden ni los guisantes. No. Aquí ya no hay pacto que valga, sólo la dentellada pura y dura. Hender el colmillo en el trozo más grande posible del pastel, y hacerlo sin mirar al vecino de al lado, que tiene el mismo miedo que cualquiera a quedarse sin manduca; y sin concesiones al que tiene menos capacidad adquisitiva y laboral, que ése tiene aún más hambre y por descontado resulta peligroso.

De ahí que, encima, esta Europa fofa y aburrida suelte un dineral en directivas de seguridad: para frenar al paria, al indigente, al indocumentado, al que no se conforma con morirse de hambre allí donde los recursos son esquilmados por nuestros amigos del otro lado del Atlántico, con la complicidad silenciosa de sus colegas, que somos nosotros. Matones made in USA y justificadores fait a l’Europe, contra los Muhammad y los Moustafa del barrio vecino pero pobre. Así nos va. Qué lástima. Qué vergüenza.

Miedo. Tanto miedo tenemos que, al final, puestos a dejar que cualquier mindundi con cartera ministerial pisotee los derechos conquistados con la sangre de nuestros bisabuelos, corremos a la gasolinera de la vuelta de la esquina, por si mañana no llega el camión cisterna. Qué más da si mañana alguien no llega al hospital porque, maldita sea, tenía otros quehaceres “el-día-de-llenar-su-depósito”. Ése no es mi problema, pensamos todos en comitiva, mientras rumiamos aquello de “estos machos cabríos, con lo que ganan, y nos cobran el gasóleo a precio de oro”.

Es que está a precio de oro, queridos, igual que los cereales. Igual que los derechos, que también son ya carne de especulador. Igual que la libertad. Y más caro que se pondrá el pan, y la dignidad, mientras no se nos quite el pavo de encima.

Publicado el 10 de junio. Página 5.

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