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20091211

Reforma laboral: trampas del lenguaje

La columna del editor de Confidencialba


Vamos a plantearnos una pregunta ficción para tratar de salir del actual estado de la cuestión en la creación de empleo: ¿y si resulta que sindicatos y patronal, patronal y sindicatos, tanto manda, manda tanto, estuviesen de acuerdo en lo sustancial y sus disputas no fueran más que justas medievales a propósito de lo accesible, de lo prescindible, de los debates de segundo plano? Si se les pregunta, las dos partes estarán de acuerdo: con lo que hay, no sirve. Hay que cambiar. Lo que les diferencia es el cómo, y quizá sólo de cara a la galería.

La necesidad de acometer una reforma no viene dada por apuntarse a una moda, sino por la propia experiencia de la economía española. A saber: a cada batacazo serio, crisis del petróleo o recesión mundial de principios de los 90, a España le ha tocado reorganizar su mercado laboral; pero, estadísticas aparte, como explicó en su Tribuna del pasado viernes en El País José A. Herce, en los siete años siguientes a la salida de la última crisis (92-93), el mercado laboral español se infló a razón de 60.000 trabajadores al trimestre. Un ritmo que, de seguir hoy, nos llevaría unos 10 años para situar la tasa de desempleo para tener “sólo” dos millones de parados. Ergo lo que conocemos, por más que no lo queramos ver, no nos sirve. Hay que reformular la creación de empleo.

Los sindicatos, el Gobierno y las fuerzas progresistas en general hablan de reformar la estructura de la economía, para dejar en el pasado la sobredimensión del ladrillo y situarnos a la vanguardia en cuanto a gestión del conocimiento, motor de la economía del presente siglo. Así lo hace ver el director de estudios de política económica de Hudson Institute, Irwin Seltzer, en su crónica para el Wall Street Journal. Por su parte, la patronal y las tendencias de perfil neoliberal (en lo económico) consideran que es imprescindible acometer cuanto antes, mañana mismo si puede ser, una reforma laboral que, entre otras "virtudes", flexibilice el mercado laboral. Y he aquí la madre del cordero.

¿Flexibilización significa abaratamiento del despido? En círculos oficiales no es así: lo niega el presidente del PP, Mariano Rajoy; lo niega el presidente de la patronal, Gerardo Díaz-Ferrán; y el presidente de los empresarios albaceteños, Artemio Pérez, también lo ha negado cada vez que ha tenido la ocasión. Sin embargo, la sensación es bien otra: en su Tribuna en El País, Herce explica que “siendo de los más elevados entre los países desarrollados, los costes de despido a los que se enfrentan las empresas españolas deben reducirse en su conjunto”. Stelzer, en Wall Street Journal, remata no sin alguna imprecisión: "si posteriormente les despide, les tendrá que pagar el equivalente a entre 30 y 45 días de su salario por cada año trabajado".

Por tanto, ante el “mar de fondo” es normal que sindicatos y Gobierno desconfíen de las recetas que les proporcionan populares y patronal. Además, en la solución "milagrosa" del abaratamiento, se oculta de manera sistemática (y de ahí la imprecisión de Stelzer), la siguiente realidad: esos despidos tienen efectivamente ese coste si, y sólo si, y sólo cuando, se trata de despidos improcedentes. Es decir, despidos porque-me-da-la-gana, porque no me gusta tu cara, tu voz, tu trasero o tus maneras; motivos, quizá, para que el empleador acuda de mala gana a sus obligaciones diarias, pero no para echar a alguien a la calle. Al menos, no legalmente.

El despido es “gratis total” cuando se dan circunstancias muy bien tipificadas y clarificadas en el Estatuto de los Trabajadores. Y es de 20 días por año trabajado cuando concurren “causas objetivas”, es decir, motivos económicos o de organización. La queja de muchos pequeños y medianos empresarios es que, a la hora de la verdad, es muy difícil desprenderse de un mal trabajador invocando falta de celo o de profesionalidad en su tarea. Se reconoce. Reconózcase también que muchos gestores echan mano de la ingeniería contable para camuflar despidos improcedentes en el paquete de las “causas objetivas”. Prueba de ello es que estos despidos se negocian después en tribunales, en la mayor parte de los casos al alza. Por algo será.

Así pues, cabe la sospecha de que se pretende abaratar el despido para fijar un tope superior en la conciliación o en el juzgado, que permita camuflar despidos improcedentes como despidos objetivos, sin una gran diferencia de costes para el empresario. Y eso es, simple y llanamente, un chantaje. Para conjurar esa sospecha, la negociación pendiente, la tan nombrada reforma laboral, no ha de pararse pues en la cuantía del despido, sino en un nuevo pacto de convivencia: qué herramientas jurídicas tendrá el empresario para deshacerse de los empleados que no cumplan con su deber, sin que le sea más barato y ágil pagarle 45 días que demostrar su ineficacia ante los tribunales.

En cuanto a la flexibilización real del mercado laboral, se puede hablar de “transfuguismo” en los términos, pues las propuestas más vanguardistas hablan de lo contrario: se trata de flexibilizar las condiciones de trabajo, con opciones a la alemana (horario reducido, salario reducido compensado con prestaciones parciales de desempleo), pero no de dispersar aún más las modalidades de contrato. Antes bien, se habla de comprimirlas en unas pocas, incluso en una sola, también con un único modelo de indemnización por despido. Es decir, hacerlo más rígido.

Esa es una de las propuestas estrella del documento de los 100 economistas del que se hizo eco hace unas semanas, también en El País, el presidente del Centro para la Investigación de la Política Económica (CEPR, por sus siglas en inglés), Guillermo de la Dehesa. De ahí que algunos análisis planteen una reforma laboral imaginativa y que, al final, la única propuesta viable sea la del concepto “flexiguridad”, que desde los think tanks del Gobierno están tratando de impregnar entre los principales agentes económicos y sociales.

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