En tres retazos

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Adios, Madrid

20100118

Una cortina de humo

Confidencialba, la columna del editor


Resulta que mañana lunes –u hoy, o ayer, vaya usted a saber cuándo lee este texto–, el presidente de los empresarios de hostelería provincial, Juan Sánchez, sus homólogos castellano-manchegos, y su presidente regional, contarán en Toledo "toda la verdad" sobre la futura ley que prohibirá fumar en los bares. Y a mí como que me entra la risa floja. Una risita de esas entre histérica e indolente. No por el negocio de estos empresarios, que al parecer se va a ver seriamente afectado, y la divinidad me libre de desearles mal alguno; sino porque en el fondo todo este asunto me parece un brindis al sol de la hipocresía.

Aclaro en primer lugar que no soy objetivo en este análisis. Ni yo, ni nadie. Mi menda lerenda porque es fumetis, por tanto tan subjetivo y cargado de razones como los que no le dan al vicio, o lo dejaron por las razones que fueran. Tampoco pretendo convencer a nadie de las virtudes de fumar. Es más, en este Confidencial he autorizado algún artículo –Jorge Laborda, concejal de Sanidad y Consumo– contando las virtudes de la prohibición y lo malo malísimo que es el tabaco. Que lo es. Pero, se insiste en ello, todo este asunto no deja de ser una pantomima políticamente correcta. Incluso meapilas.

Primero, porque los hosteleros ya pueden ponerse más gallardos que la tropa reclutada para combatir junto a Villeneuve frente a los ingleses. Que va a ser que les va a dar igual. Con rebote o sin rebote van a tener ley. Más que nada porque el siglo XXI se estrenó en Europa con una sarta de leyes en las que con más o menos retraso, con más o menos matices, con más o menos revueltas, fumar es más perjudicial que "acariciar" a fulanos de piel morena en las cárceles de Abu Grahib o Guantánamo –nótese la finísima ironía con la que se traza que además, en esto, Europa no hace sino una copia vulgar y sonrojante de sus primos de gringolandia–. Así que, Sánchez y compañía: ajo y agua.

No sólo Europa. Es una fiebre global. Cada época tiene su dios particular. Los jacobinos tuvieron a la Diosa Razón, y los bienestarinos –así nos estudiará el futuro, fijo– tenemos a la Diosa Salud. Vean si no las parrillas matinales de televisión, las páginas centrales de los suplementos de fin de semana, los programas de radio más especializados, las páginas web y los foros de Internet más participados –casi siempre con datos a la ligera–, la obsesión por disfrazar el culto al cuerpo como incentivo saludable, la hiperinflación de productos dietéticos sin los que un supermercado hoy no se come un colín, los servicios de urgencias hospitalarios saturados por culpa de una población que a la mínima se pone nerviosa –servidor incluido–. Vamos, estamos como para una gripe A de las buenas, no de las de coña marinera como la última.

La Diosa salud está encima por incluso del dinero, bastante adelantada a las neosectas religiosas, y ni te cuento a qué distancia de una afectividad sincera, una ciudadanía comprometida –ay, la risa floja, que me vuelve–, una clase política honesta –me mondo lirondo–, o una banca transparente –para por favor que me dan agujetas de tanto reír–. Aunque tenga incoherencias de las buenas: Escocia prohíbe fumar en todos los lugares públicos y en los cerrados, salvo las cárceles por motivos "humanitarios". Buen humanitarismo ese que quiere salvar del cáncer de pulmón a todo el mundo menos a los presos. Luego que si la abuela, nunca mejor dicho, fuma.

Es el sino de nuestro tiempo. Y con él hay que apechugar, se dedique uno a la hostelería, al ladrillo, a juntar letras o a ser administrativo del Sescam, mira tú que apropiado por una vez. El problema es que, como toda moda, y a saber: primero, es pasajera; segundo, es más falsa que Judas; y tercero, obedece al lobby de turno, que cuando es contra el sistema al menos tiene su aquel de simpático. Pero cuando es oficialista, como el que nos ocupa, válgame lo ufano que se pone: si hubiera el mismo furor legalista para controlar las evasiones de capital a paraísos fiscales, el cumplimiento severo de la legislación laboral, la vigilancia sobre los metomentodo de la política o el amiguismo que asegura el ascenso en una bolsa de trabajo o en una oposición al cuerpo de bomberos –es un decir–, otro gallo cantaría.

Pero no. Fíjate por dónde que lo que aseguraría un mundo más justo, menos contaminado, menos egoísta, más comprometido y todas esas cosas que
figuran en el discurso de los mandatarios –como la juventud, el futuro y otros tripis que se meten los que alucinan en el poder–, no forma parte de las prioridades reales de los cacicuelos que afilan sus uñas y sus dientes cada vez que se baten el cobre en las urnas.

Porque además, si nos ponemos, nos ponemos. Pero con todo. Por ejemplo, cómo voy a negar, infeliz de mí, que un camarero o camarera tenga el derecho o la derecha de que no le contamine el humo o la huma de los demás. Faltaría plus. Pero por lo mismo, señores míos, tengo la convicción de que el monóxido de carbono de nuestros utilitarios de clase media engreída contaminan más o menos, y más más que menos, como el humo de nuestros diez minutos de felicidad. Esos diez minutos a los que cantó Calamaro –los de la SGAE que no lean esto, pardiez– aquello de "un beso, otro beso, y la pena se va con el humo".

Por lo mismo, tengo la más absoluta y completa seguridad de que las revistas del corazón, la pornografía rosa que inunda la televisión, la soez sociología de los grandes hermanos, el soplagaitismo artístico de los operatriunfos, la endeblez mental de los callejeros viajeros por el mundo de yupi de las casas de los ricos, el cansinismo agotador de los gobernantes con el culo prieto que quieren ver brotes verdes, después de que dos millones de españoles se hayan ido a la calle con una mano delante y otra detrás por todo taparrabos... En fin, esta sociedad en sus múltiples manifestaciones de bajeza moral y del todo vale mientras la fiesta siga, es en suma provocadora de muchas más muertes, enfermedades e infelicidad que un cigarrillo.

¿Qué hacemos, pues? ¿Prohibimos la circulación por carretera? ¿Prohibimos los espacios de cotilleo? ¿Prohibimos los sueños de celebridad de jovenzuelos a los que visten como chaperos o como meretrices porque tienen una voz de ruiseñor, o eso dicen? ¿Prohibimos la curiosidad de quién carajo se habrá comprado ese palacio? ¿Prohibimos la ilusión de salir de una vez por todas de esta maldición bíblica llamada crisis y que en realidad es corrección a lo bestia de un modelo de crecimiento inviable? ¿Prohibimos la pobreza, como cuentan que ha propuesto Zapatero para la presidencia de turno española de la Unión Europea? ¿Prohibimos, a secas?

Todo lo anterior, sin negar que para los no fumadores el humo ajeno es una jodienda. Todos los fumadores hemos sido en algún momento –al menos de niños– no fumadores. Y a todos se nos ha arrugado la nariz cuando nuestros padres o sus visitas se encendían un piti en nuestra presencia. Pero no se aprende mediante prohibiciones, sino educando. Los "esto es malo y no te recomiendo que tú lo hagas" que aprendimos las generaciones de los 60 y los 70 forman mucho más que ver a unos padres, unos abuelos, unos tíos o un simple desconocido, fumándose a hurtadillas, e hiperventilándose con las prisas, un truja cual delincuente. Todo adolescente quiere probar lo prohibido, lo perseguible, lo incorrecto. Podrá equivocarse, pero le resultará más tentador.

Y todo lo anterior, sea dicho también, sin negar conocimiento a don Jorge Laborda, con el que me une la mentalidad abierta, cosmopolita, hasta cierto punto soñadora, el protomotivo de impacto que no supimos perder de bebés, el motivo de impulsar el mundo a base de latidos de justicia social y, mientras los intereses de una de las partes no lo estropee, una franca camaradería. Que además es sana, aunque él no fume, y quien esto firma sí, y por ahora con delectación. Palabra que se parece de manera peligrosa a delito. Ojalá la enfermedad de la Diosa Salud no llegue a esos extremos.

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